martes, 29 de mayo de 2007

.124.

.drogas y literatura
no hay tal vocación.


De niño y adolescente, como muchos otros escritores no se fatigan de decirlo, yo no quise dedicar mi vida a la literatura. No nací con la vocación ni el talento necesario para explayar mis ideas o durar horas sentado frente a una computadora o leyendo un libro de cuentos. De niño, al contrario de otros infantes que estaban deseosos de tener un gran despacho como su padre, yo quería ser bombero o piloto aviador. Claro que esto es un lugar común, pero es la mejor referencia que puedo emplear para decir que tenía la cabeza en otra galaxia. Siempre quise oponerme al aire, a las leyes de gravedad, pelear contra el fuego y desafiar, si era posible, a la muerte.

Me gustaba meterme en problemas, enfrentar a las monjas y a su regla de madera cuando cursaba la primaria. Solía engañar a mis padres diciéndoles que iba a clases, para ir a robar juguetes a los supermercados, vaciar el tanque de gasolina del carro del vecino para después orinar dentro de él. Me gustaba matar ratas en las alcantarillas, quemarles el cabello a mis compañeras y proteger mi lonche contra aquellos adversarios que me querían despojar de él a la malagueña.

Yo nunca fui un geek de las computadoras. Nunca tuve una que registrara mis historias ni tampoco un estante de libros que llenara el vacío que me causó no tener padre.

Llegué a la pubertad de manera sarra y mediocremente rebelde. Un parasito. Un triste y melancólico parasito que actuaba de manera anárquica sin saber qué repercusiones podían provocar sus desastres. Fui tager-grafitero, si este término existe, y desgracié mi ciudad por un tiempo. Me corrieron de dos secundarias por emborrachar cada fin de semana a mis condiscípulas con mezcal de baja estofa y aprovecharme de ellas, siempre y cuando se pudiera. Rompí el record de reportes por alterar el orden estudiantil y perdí mi carta de buena conducta, cuyo papel valía como carta de presentación para que me aceptaran en una buena preparatoria, y como no me aceptaron en ninguna buena preparatoria, mi madre no tuvo otra salida que meterme a estudiar a un lugar no muy bueno donde conocí varios tipos de drogas, cómo consumirlas y alterarlas.

Aprendí, también las distintas técnicas de asaltar OXXOS, robar estéreos de coches, romperle la nariz a trompadas a quien se metiera conmigo, tener relaciones sexuales. También fui deportista. Fui fodward y guard en la selección de Basket ball de Zacatecas, a lo que se le conocía como IBOA, según recuerdo, cuyo equipo, al igual que mi deseo deportivo, menguó rápido.

Se preguntarán que a dónde quiero llegar con esta retahíla de recuerdos.
Respuestas abajo.
Hace unos minutos llegó Lalo a mi casa, uno de mis mejores amigos de la preparatoria. Y después de cotorrear sobre lo anterior y lo que habíamos hecho estos años, me habló de que es mesero en el Mesón del Bosque, que estudia contabilidad, que está aferrado a no caer de nuevo en las drogas y a dejar de vivir con sus padres. Aún le tienen resentimiento porque era adicto. Yo le hablé de Fresán, de Cercas, de Beckett, de Lobo Antunez, de Bloom, de Coetzee, del libro de cuentos que estoy escribiendo, de mi morra que se encuentra en Canciones Tristes, de lo cabrón que es no traer un centavo en la cartera y lo desesperante que se torna tu vida cuando estás esperando una beca que costee tu trabajo. Le hablé también de mi licenciatura en Letras suspendida porque tengo un gran problema con la gente que se hace pasar por maestros y se enoja cuando son desenmascarados y, al igual que él, de mi miedo a ahogarme de nueva cuenta en las sustancias.

La historia de Lalo dentro de mi historia es incipiente.
Lalo acude a AA por las noches, después de salir de su trabajo. Viene a visitarme dos o tres veces por mes para pedirme libros prestados y a hablar de literatura. Es un buen lector, mejor que muchos otros. Es la única persona que no protesta cuando le platico sobre literatura y cuando le recomiendo libros. Otros, en cambio, me tiran a loco y fundamentan que no todo en el mundo es pasar la mayor parte de tu tiempo inmerso en los libros. Lalo dice que no está seguro de dejar AA, no está listo, quizá siga yendo toda su vida y no le avergüenza que sus allegados lo sepan. Lalo siempre me cuenta la historia de que lo conmemoraron en AA con la Pluma de Oro; tiene que escribir las historias que narran los adictos en cada sesión, las registra para llevar un control de adictos. A veces asegura sentirse hastiado de escribir la desgracia de los demás, ponerse en el lugar del prójimo, capturar el sentido de su desgracia y el nivel del arrepentimiento.

Lalo siempre ha prometido regalarme la libreta donde tiene todo registrado, para que un día la utilice al hacer una novela o un libro de cuentos. Le sugiero que mejor lo haga él. Pero niega con la cabeza y yo recurro, abusando de mi mala memoria, a un pasaje de La velocidad de la luz de Javier Cercas:

“El escritor no decide refugiarse en la literatura, la literatura llega al escritor para refugiarse en él. Las historias llegan a las personas de manera accidental. Bien pueden aguardar en la calle o cruzarse contigo en cualquier lugar, como si en ellas encontraras una persona”.

La visita de Lalo trajo una historia a mi casa.
Mientras mi amigo revisa los libros que reposan en mi triste estante, dice a bocajarro: el Pachamama se escapó del centro de rehabilitación para drogadictos, en Jesús María, Aguascalientes. Se escapó con la idea visitar a su padre que está internado en un hospital por hipertensión. Lo primero que hizo antes de hacerle la visita fue avisar a sus conocidos que le consiguieran droga y asaltó la botica de su madre. Benzedrex, neurotransmisores, jarabes para la tos. Y los echó al morral que siempre lo acompaña. También vendió su discografía de Metal y algunos muebles de su casa para pagar su viaje al desierto donde conseguiría mezcalina.

Al terminar de decirme lo anterior, Lalo inclina la cabeza, asegura que Pacha pasó a la lista de los amigos que quedaron con las drogas, inmersos.

A Hugo se le puso Pacha por aquella canción de Manuel Chau que comienza: “¿Pachamama por qué estás tan triste?”, el Pacha, cuando no se encontraba rifándosela con nosotros robando casas, asaltando taxis, las tiendas de discos y cintas o a su misma familia para costear la marihuana que nos vendía don Jorge, un viejo de sesenta años que vivía tres cuadras más delante de la casa del Lalo, andaba profundamente hundido en la depresión. Por aquellos años, los años potables en los que conocí al Pachamama, a Lalo y otros buenos amigos que nunca se rajaron cuando consumíamos drogas hasta quedar en huesos, sólo se podían distinguir dos caminos entre la densa neblina que oscurecía el futuro, nuestro futuro.

Primero. Andar con una mujer que te ayudara a controlar tus impulsos rebeldes, dedicarte de lleno a tu escuela, obedecer a tus padres no consumiendo drogas y tener un trabajo que te diera dinero para pasear con tu nena.

Segundo. Andar solo, sin nena y tener muchos amigos y alterar cualquier orden y acostarte con homosexuales y robar y robar hasta sacar para el pase que te haría sentir vivo.

Digamos que yo estuve en un punto medio entre las premisas anteriores.
Una mujer me llevó a encontrar la luz mientras vivía en un mundo opaco, confuso, silencioso, melancólico.

Vladimir Nabokov, al escribir sobre la génesis de la literatura, nos recuerda a Hermes, en la época de los griegos, dándole, además del fuego a Prometeo, el abecedario para que creara con las palabras lo que le hiciera falta. Así llegó a mí la luz. Una mujer llevó la literatura a mi casa, los libros. Fue la primera en hablarme de nombres tan extraños como Cortázar, Borges y Lautrémont. Ella sí escribía. Yo no. Ella escribía cuentos sobre cómo sería mi vida si lograba dejar las drogas. Sobre cómo sería nuestra vida si los dos escribíamos sobre ella hasta convertirla en literatura, en un lugar mejor que éste.

Ella (la mujer que llevó la literatura a mi casa) estudiaba filosofía cuando yo era un mozalbete preparatoriano. Vivía con su madre y sus dos hermanas mientras yo vivía en un cuchitril que ocupamos Lalo, Pacha y yo. Digo ocupamos porque así fue; una tarde, en la que estábamos vagando por Rincón Criminal, vimos una casa deshabitada y nos brincamos por su azotea y comenzamos a vivir ahí sin que los dueños se dieran cuenta. El padre de ella (mi redentora) había muerto de un paro cardiaco cuando ella tenía ocho años, mi padre había abandonado a mi mamá cuando yo nací. Mi redentora iba a talleres literarios mientras yo robaba sopas Maruchan del OXXO. La madre de mi redentora daba clases de literatura en mi preparatoria, mientras yo la escuchaba con flojera en una butaca y a veces, para romper el orden, le aventaba avioncitos de papel.

¿Cómo conocí a mi redentora?
Respuesta en la siguiente línea.
Ya no recuerdo.

Recuerdo con precisión cuando ella dejó de iluminar mi camino; se fue de la ciudad para seguir con sus estudios. Después de esto, me di cuenta que lo único que quedaba de lo que habíamos construido juntos era la literatura, su recuerdo. Refugiarme en los regalos que ella me obsequió al cumplir meses; los cuentos de Poe, Amparo Dávila y Bioy Casares, fue la red que me rescató de una estrepitosa caída emocional.

Me refugié en la escritura pensando en cómo sería mi vida si ella siguiera habitándola. Pero nunca encontré las palabras exactas que me la regresarán en carne propia, para decirle que estoy escribiendo un libro que será un homenaje a estos tres escritores, sus escritores, mis escritores, nuestro pasado, su literatura.

Cuando se esfuma de tu vida aquello que le daba sentido, que le daba batería cuando todo te tenía aletargado, no hay otra escapatoria que traerlo de vuelta a casa con la triste y consoladora energía de las palabras. Lalo se sabe esta historia de principio a fin, otros amigos también. Pero ellos, al igual que yo, tienen una historia que los antecede, un recuerdo que nos tortura, que nos hace depresivos, noctámbulos, que nos asalta entre las sábanas por las noches como alacranes. Y muchas veces no queremos invocarla ni con la memoria, menos con las palabras.

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